ALAS
na mañana me senté en un prado, qué digo, en un pequeño rectángulo de pasto de una casita, y mi nieto Ale me pidió que le contara un cuento. No se me ocurría ninguno y le ocasioné una molestia: le parecí una persona aburrida. Mi otro nieto se llama Antü y me puso el apodo de Chistoso porque solía improvisar cuentos y juegos de palabras. “Yo quiero sentarme al lado del Chistoso”, es uno de los mejores elogios que me dedicó. Sin embargo de mi fama, aquella mañana no pude contarle un cuento al Ale.
Poco después, el Ale jugaba con otros niños mientras yo rumiaba el tema sentado a la sombra de un molle viejo, de ésos que todavía se conservan en la Urbanización El Castillo, donde ocurrió todo esto. Si hacía memoria, bien pude haberle dicho que este parquecito antes no existía, porque la erosión había avanzado desde la barranca del río hasta muy cerca del almacén comunal, de modo que el frente de mi casa no daba a este parquecito, sino a un tremendo foso que evitábamos cruzar. Le hubiera dicho que su papá, mi hijo Ariel, a sus siete años, coleccionaba alacranes, que caminaban libremente entre los pedregales del barrio que ahora son jardines, y que tenía una curiosa afinidad con los bichos, porque no sólo cazaba mariposas sino también avispas, ninaninas, arañas y víboras, que también abundaban en este barrio suburbano. Podía despertar su interés contándole que una vez el Ariel hizo un viaje, y cuando llegó, se le salían los ojos de ilusión al mostrarme lo que me había comprado: una tremenda apasanca peluda y disecada. Quizá me hubiera atendido más si recordaba el regocijo de la Aurora, que era una cholita muy linda, cuando el Ariel llegó a la casa con una culebra viva que él tomaba delicadamente por la cabeza y por la cola. Pude haber omitido el absurdo impulso de cólera que me hizo ordenarle que la matara de inmediato, cosa que el Ariel ejecutó sin demasiados escrúpulos y con una destreza insospechada. En fin, que la Aurora me había rogado de inmediato que le regalara la culebra para picarla en trocitos y hacerla charque; y que, una semana después, me sorprendió un tufo de fritura en la casa, y cuando entré a la cocina, vi a la Aurora comiendo el charque de víbora junto al Ariel, a su hermano Manuel y a la pequeña Raquelita, mis tres hijos, que saboreaban el charque de víbora como si fuera un pastel de fresas.
¡Tantas cosas pude haber contado y me callé! La Urbanización ya tenía cuatro generaciones; yo pertenecía a la segunda; el cerro de San Pedro estaba muy próximo, y los fines de semana subíamos temprano, hasta la cumbre, y luego bajábamos al río a bañarnos en las pozas. Mis padres, que todavía vivían, llevaban un pollo al horno y fruta; mi viejo se llevaba una botella de chicha, de contrabando; un amigo suyo se untaba el cuerpo con lodo y se dormía al sol hasta convertirse en el Monstruo de la Laguna. Luego se sumergía en la poza y salía sonriendo como un chiquillo…
No le conté nada al Ale y el dolor tenue de este recuerdo me duró par siempre. De esto pasan más de veinte años en los cuales he tenido cientos de motivos para recordar aquella escena y, más aún, las conjeturas que me hice sobre la posibilidad de haberle propuesto que imagináramos juntos alguna ruptura de esta realidad gris en que nos tocó vivir. Por ejemplo, cómo sería la vida si nos crecieran alas, una obsesión que comenzó a llenarme la cabeza a medida que me volvía viejo y pesado. Qué lejos estaba de saber que aquella conjetura era una premonición, y que pronto ocurriría una mutación genética que es el tema de estas confidencias.
Hoy sonrío al decir estas cosas, sobre todo al ver al Ale y al Antü cuando se posan bellos y gallardos a la entrada de mi nido, y pliegan sus alas mientras me miran con sus ojos llenos de inmensidades y lejanías. ¡Cómo ha cambiado la vida en estas dos décadas!
Omití decir que soy médico familiar, pues nunca obtuve ninguna especialidad, que me llamo Ramón y que mantengo un consultorio en casa, donde rara vez ingresa un paciente. Como decía, a raíz del fiasco de mi nieto, se me hizo una obsesión darle vueltas a la posibilidad de que hombres y mujeres tuviéramos alas. Aun en mi consultorio de médico familiar, permanecía absorto dándole vueltas al asunto, hasta que un día ingresó Camila, una jovencita a quien había visto bailar danza contemporánea, y aun más, la había fotografiado en medio de su troupe, creando sin querer un espacio vacío en el cual Camila, por efecto de la perspectiva, parecía un ave que volara en la oscuridad del escenario.
Camila se quejó de fiebre y somnolencia. Dos semanas antes había sentido un bajón en sus energías, que le perjudicaba en los ensayos. Había perdido el apetito y usualmente prefería dormir a sentarse a la mesa; pero tenía que salir de su casa cuando sonaba una alarma digital que le indicaba la hora del ensayo. Amaba la danza y se olvidaba de todo, hasta de comer, pero luego volvía fatigada a su casa y solo quería dormir.
Le pregunté si había registrado algún otro síntoma, y me dijo que le habían crecido unas protuberancias en la espalda, a la altura de los omoplatos, que le dolían de forma leve pero persistente.
Le pedí que se desnudara y me coloqué en el cuello el estetoscopio para escuchar los latidos de su corazón. Cómo sería de tierno su corazón, que en lugar de latir cantaba. En realidad, cantaba sin letra; repetía notas de una melodía cálida, envolvente, plena de amor. Iba a escuchar sus pulmones cuando quedé mudo ante las protuberancias de sus omoplatos: o yo no había visto nada maravilloso en la vida, o esas protuberancias eran alas de pájaro, todavía apenas revestidas de plumas, pero alas al fin.
Involuntariamente, las acaricié. En efecto, esas pequeñas alas estaban revestidas con la pelusa que cubre la piel de los polluelos. Una pelusa blanca, reluciente, que parecía tener gotas de rocío. Las toqué y le pregunté a Camila si sentía dolor. Me dijo que no, que más bien le encantaba sentir mis manos en esa parte de su cuerpo.
Repetí mentalmente “de su cuerpo” y me estremecí: por la salvación de mi alma podía jurar que aquello era una mutación genética, y que Camila se estaba convirtiendo en una criatura alada.
Le recomendé que no contara a nadie el asunto y que volviera en un par de días. Le receté aspirinas para la fiebre y la tranquilicé diciéndole que esos ojos brillantes y esa mirada plena de ternura no podían indicar otra cosa que una vida llena de amor y de salud.
Esperé unos días en los cuales me olvidé que Camila debía regresar al segundo día, pero tuve que recordar la cita porque de pronto me llamó Ariel, mi hijo, para decirme que el Ale había amanecido con un dolor en la espalda y casi de inmediato me lo trajo para que lo examinara. Debo decir que, por intuición, no necesité preguntarle qué le pasaba. Una vez que se quitó la polera le examiné directamente los omoplatos, tan sólo para comprobar, maravillado, que el Ale tenía unas alas recubiertas de pelusa amarilla. No acababa de despedirlo cuando entró Manuel, mi otro hijo, llevando de la mano al Antü ¡con el mismo problema!
Una vez solo, me dije que tres golondrinas no hacen primavera y, consiguientemente, dos casos aislados no hacían una epidemia. Esa noche salí a una presentación del grupo de Camila. Minutos antes, apuré un par de whiskies frente al teatro, de modo que, al sentarme en mi butaca, tenía los vasos dilatados y una sonrisa de felicidad sin motivo. Como nunca me conmovió la danza contemporánea, especialmente ver a Camila, que era fina y sutil como un suspiro, pero la vida la había dotado de una energía y una expresividad que abría o adelgazaba el espacio escénico según los latidos de su corazón. No eran menos sus compañeras, en especial Carmencita, a quien a ratos me parecía verla volando o levitándose a centímetros del piso.
Me sentía tan contento que las visité en los camarines para hablar con Camila y decirle que nada malo podía ocurrirle si danzaba con la levedad de una hoja al viento. La besé en la frente, apreciando la humedad del esfuerzo que había desplegado, cuando apareció Carmencita y se acercó para pedirme una consulta urgente.
La miré con indulgencia y, adelantándome a sus confidencias, le toqué la espalda: tenía las mismas protuberancias que Camila.
En las semanas siguientes, los casos se multiplicaron de tal forma que el Ministro de Salud puntualizó su alarma, en una vaga declaración pronunciada en la capital, a cientos de kilómetros de donde vivimos. ¡Dios sea loado!
Hasta entonces tenía cinco casos, de tres mujeres y dos niños, que podían llevarme a la conclusión de que el fenómeno era una cuestión femenina o infantil; pero entonces me visitó Tulio, compañero de danza de Carmencita y Camila, a quien le parecía divertido mirarse en el espejo y mostrarme una facultad nueva: la de mover a voluntad esas pequeñas protuberancias que le habían brotado en ambos omoplatos.
Por fin, una tarde me visitó Camila y me saludó con una sonrisa radiante. Ejecutó un paso de danza mientras se quitaba la blusa y entonces me mostró algo maravilloso: las alas le habían crecido en forma tal que intentó volar ¡y lo hizo! Revoloteó ante mis ojos atónitos alrededor del cuarto, y luego, para darme una prueba contundente, salió por la ventana abierta, se detuvo como a treinta metros, me mandó un beso volado y se fue más allá del horizonte.
Así comenzó una mutación genética que afectó a todos, y, por supuesto, a mis nietos Ale y Antü, incluso a mí mismo. De pronto comprobamos que ya éramos miles de hombres y mujeres a quienes nos crecieron alas, y que la vida se había llenado de una alegría nueva y unos hábitos insospechados, como el de volar, para no ir más lejos.
Volando, comprendimos que la belleza existe a pesar del género humano. Por afinidad recién contraída, volamos a abrir todas las granjas avícolas y soltamos a todas las especies aladas; intervenimos los zoológicos y liberamos a miles de mamíferos y aves y saurios y serpientes. Clausuramos una planta de pesticidas y dejamos a millones de insectos y gusanos que deambularan a su arbitrio.
Aquello mudó nuestras costumbres, el contenido curricular de nuestras escuelas, colegios y universidades, las políticas municipales, las estrategias gubernamentales y, por debajo de todo ello, las relaciones humanas, que se transformaron en una relación entre seres alados. Pero el impacto mayor lo registramos en nuestros hábitos alimenticios. Creo que alguien registró la última vez que se encendió fuego para cocinar, porque luego desechamos para siempre esa práctica: cocer y, peor aún, asar carne y vegetales se volvieron actividades, quién lo iba a suponer, primitiva, cuando antes las considerábamos la fundación de la cultura.
Se suspendieron las prácticas pecuarias y agrícolas, pues instintivamente nos repugnó comer carne y cocer vegetales. La vista se nos aguzó y el mundo, allí abajo, se reveló como una galaxia infinita de granos alimenticios de toda especie. Como es de suponer, recordamos al unísono ese versículo de la Biblia que habla de las avecillas del campo, que no se afanan en buscar alimento porque ahí está, en los granos, en los frutos, en el néctar de las flores, en las hojas tiernas de los vegetales. Superada la era del fuego, la realidad se volvió un mundo crudo y propicio a la libertad; la vida se convirtió en un grito de liberación frente al trabajo; ya nadie necesitó dinero y se cerraron los mercados y tiendas de toda especie. Se encogieron los puentes (como lenguas heridas), se agrietaron las autopistas, se cerraron las cementeras, los aeropuertos, las terminales de buses. Se despoblaron casas y edificios y la naturaleza brotó por todos los resquicios que se abrieron en los muros construidos por los hombres.
La naturaleza, librada a sí mismo, acabó con el uso de viviendas, muebles, utensilios, relojes, mesas y sillas; se ensañó con las máquinas, las computadoras, los vehículos; y, de pronto, la gente decidió rescatar los objetos de arte más sutiles, los libros de lectura inolvidable, pero, sobre todo, la música, los instrumentos de música. Sin embargo, años después la gente alada prefirió cultivar la voz, como el más sutil de los instrumentos musicales, y se formaron coros mixtos con las aves canoras más inverosímiles que, de pronto, se congregaron junto a nosotros porque ya no tenían temor de que las enjauláramos o, peor aún, las comiéramos.